Las cisternas son dos naves gemelas, subterráneas, de planta rectangular de 3,70 por 10,60 metros cada una y 5,75 de alto, comunicadas por tres pasadizos, todo ello rematado en bóveda de cañón y con una capacidad ligeramente superior a 400 metros cúbicos de agua de lluvia. Los rodapiés del suelo se hallan achaflanados para evitar el asiento de suciedad en las esquinas y una pequeña poza en su nivel más bajo facilitaría el aprovechamiento y posterior limpieza. La factura es de hormigón romano (opus caementicium) revestido de un plano realizado con cal y ladrillos machacados (opus signinum) que lo impermeabiliza. Su construcción coincidiría con el final de las guerras cántabras.
La fantasía local adornó el lugar de leyendas: que si eran la entrada de un túnel que bajaba hasta el cercano caserío de Torres del Carrizal, alguno recordaba que hubo una puerta desaparecida con el tiempo, que si bajaba al prado de Valmoro, sin reparar en ambos casos el hecho cierto de que debería atravesar bajo tierra el arroyo Salado, o esa otra que contaba que en el día de San Juan se podía ver a una hermosa mora bailando a la salida del sol... y las que el que escribe no haya oído. No fue hasta los años 70 del pasado siglo que el profesor Virgilio Sevillano reparó en ellas, por esas fechas fueron Ricardo Martín Valls y Germán Delibes de Castro quienes vincularon las cisternas con un posible asentamiento militar relacionado con la vía romana que atravesaba la zona. En 2006 y 2007 se realizaron varias excavaciones arqueológicas con el fin de descubrir los dos depósitos e investigar el contexto histórico del lugar, años más tarde la JCyL cierra el perímetro de las cisternas y las protege bajo sendas naves, estado en que se encuentran en la actualidad.
Desde 1983 tienen abierto expediente de Bien de Interés Cultural, aún sin resolver.